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POR CULPA DE LA LLUVIA

Este Domingo de Resurrección fue algo especial para mí. Ocupado por herencia familiar del cuidado de la Virgen del Amor Hermoso –lo que me permite matar el gusanillo desde la distancia-, tuve que estar pendiente de la decisión final sobre la celebración o no de la Procesión del Encuentro. Esa procesión que solemos describir como “una explosión de alegría cuando la Virgen se encuentra con su Hijo Resucitado, en el marco entrañable de la Plaza Vieja”.

 Tras unas horas de incertidumbre sobre si salía o no salía, y una vez confirmada la suspensión, se dirigió la Virgen a la Iglesia para desmontarla y colocarla en el Altar Mayor, como todos los años, junto al Cristo Resucitado. Resguardado el trono bajo el coro, le quitamos el envoltorio de plástico, la bajamos y llevamos con toda su vestimenta –manto negro incluido- hasta su pedestal junto a los Evangelios. Una vez sobre él, y ante la expectación de una buena cantidad de gente, tras la correspondiente cuenta de “a la una, a las dos y a las tres”, le quité, de un tirón, el manto negro, entre los aplausos y emoción de la concurrencia, tras lo cual tuvo unas sentidas palabras el Sr. Cura.

 En la Iglesia sólo estaban la Virgen y el Cristo, con el pueblo atento a su encuentro y participando, interior y plenamente, de la alegría de la Madre ante el Hijo Resucitado. No hubo redobles de tambor, ni cornetas, ni otras músicas a cuyo ritmo se baila “a los santos”, en un alarde de originalidad estética. Y, a pesar de ello, la gente se emocionó, henchida de alegría, y rezó.

En los años que vengo ocupándome de la Virgen del Amor Hermoso, jamás la he recogido con el manto negro. Con la cantidad de desastres que estamos viviendo, me pareció que dejar a la Virgen de luto, prescindiendo de esa eclosión pública de alegría, no habría sido buen presagio. Por eso, con el permiso de D. Cayetano, dimos vida al Encuentro en la intimidad.

 Si la lluvia nos privó este año de uno de los momentos más emotivos que vivimos en nuestro pueblo, un agua caída del cielo nos propuso un reencuentro con la tradición y el sentimiento desnudo, con lo estrictamente esencial, desprovisto de toda parafernalia. Es el núcleo de la celebración, al que, si bien  no le viene mal un adorno, sobrepasar el justo término puede dar lugar a que lo esencial sea engullido por lo accesorio.