La Montiel, la Paloma, el grillo y el de la butaca de al lao

El 2 de agosto fuimos, por realimentar el espíritu, a ver -y oír- a Mª José Montiel en su concierto con la Orquesta de Jóvenes, dentro del Festival de Teatro, Música y Danza de San Javier, con la colaboración de un conjunto de Voces Crevillentinas que hizo exclamar a José María Tornero :“¡Mira a ver si me va a faltar coro pa los Gigantes!”, refiriéndose a los Gigantes y Cabezudos –¡pero unos Gigantes!- que va a reponer en la Feria con sus ecuménicos Amigos del Arte.

 

Ella, tan artista, tan sensible, tan encantadora, tan colosal como siempre, siempre estuvo por encima de las circunstancias y en particular del poco alentador panorama que desde su posición en el escenario debía divisar del graderío. Y es que allí sólo estábamos ciudadanos vulgares y casi nadie, o nadie, de la casta política, de la biútiful pípol murciana veraneante en los alrededores, que no en vano acaban de pasar unas elecciones y ya están todos los cargos recién repartidos.

 

En la fila 12, zona A, nos acomodábamos los de Abarán,  sin un mal calvo que sirviera de referencia. Como yo saqué la entrada aparte -¡hay que ser señalao!- me tocó la butaca 26, mientras que la caterva de paisanos terminaba en la 21, de manera que entre Pepe Jarras y un servidor se intercalaban una joven señora, su joven esposo, una respetable señorona sexagenaria y su señor marido, el que desde ese momento vino a ser por obra y gracia del azar -¡malaya mi suerte!- mi vecino de asiento. Lo peor que te puede pasar en un concierto o similar es que tu vecino de asiento se sepa todas, o casi todas, las piezas que se interpretan, pues indefectiblemente te las va tarareando al tiempo -generalmente contratiempo- del o de los intérpretes por los que has pagado la entrada. Es algo así como el contracanto del bombardino, pero desafinao.

 

Para que el ritmo del tarareo no fuese un completo desastre se ayudaba del tríptico en papel de 40 kilos resma en que venía impreso el programa, golpeándolo contra su rodilla a modo de palmas sordas. Yo, que como bien saben los que me conocen no hablo por no pecar, aguantaba estóicamente la penitencia concentrado en escuchar y mirar a la Montiel, pues hay que ser gilipollas para fijarte en el tormento de al lao teniendo enfrente y a la vista a la hija de Cecilio. Como dijo mi bisabuelo Joaquín de Burras en cierta ocasión cuyo relato no viene al caso: “No me se retorcerá el pescuezo”. Quien sí lo retorcía repetidamente era la señora de la butaca de abajo que no hacía otra cosa que volverse y mirarlo, en un expresivo gesto de "haga el favor de no molestar", pero el hombre correspondía atentamente a cada mirada inclinando la cabeza al estilo Piqué. La verdad es que era un plasta, pero educado.

 

Completaba el apócrifo contracoro un grillo zapatero posado sobre la estructura metálica, arriba y a la derecha del centro de nuestra posición, que se pasó la noche con su pertinaz melodía en el papel de bajo -más bien tenor- continuo. A mi compa le debía molestar el animalico y en un momento determinado se dirigió a mí como si yo tuviera también poder en ese pueblo:

 

- ¿Es que no hay en este auditorio quien sea capaz de cazar al grillo?.

- ¡Qué va! - dije yo - Por no haber en este auditorio no hay ni acomodadores con linterna.

 

Durante la fantástica primera parte estuvo discreto – mi vecino, no el grillo, que no paró desde la primera anaclusa -, pues salvo algún gesto aislado sólo se le escapó un ¡Oh, la, la, l’amur”, como un eco, en esa habanera de Carmen plena de sentimiento. Pero en la segunda parte nuestro género lírico infundía confianza y la aprovechó al límite. Ora reforzando la megafónicamente sombría percusión del Tambor de Granaderos con su arrítmico prospecto, ora gimiendo su dolor ante el ¡Viva Aragón! de la jota en la coyuntural y razonable duda de si podremos mirar, por fin, una parte del Ebro famoso discurrir bajo nuestros puentes, ora mostrando su exhaustivo conocimiento da capo a fin del preludio de La alegría de la huerta, cuyo pasaje de las beatas, eso sí, lo silbó bordao.

 

Arrancose luego la de Cecilio con ese magistral Canto a Murcia que en su voz renueva su originalidad y reverdece la huerta, aún en estos tiempos de dramática sequía, y mi vecino, que si hasta ese momento había ejercido de espontáneo ya pueden imaginarse el interés que se tomó cuando la protagonista solicitó la colaboración del respetable, alternaba pasajes de canto con otros de rap en los que expresaba su estupor, con irreprimible furia, porque una parte del público no se supiera la letra.

 

Y llegó la apoteosis con la última propina. Cuando la Montiel nos anunció que iba a cantar El Barberillo de Lavapiés, él, rascándose el mentón, masculló sottovoce:

 

- El Barbero de Lavapiés. ¿Qué cantará de esa ópera?.

- La canción de Paloma – le informé por lo bajini -.

- ¡Ah, claro!, la habanera.

- No, no, no. Esa que usted dice es la Paloma de Iradier - le expliqué misericorde-.  Esta es la Paloma de Cascorro.

 

Y comenzó Mª José -con su planta de madrileña bonita, flor de verbena- a dar vida a la tierna y conspiradora modistilla: ¡Cóoomo nací en la cáaalle de la Palooma ... áaa... áaa!

 

Mi ad later me arreó un codazo y exclamó cuasi extasiado:

- ¡Desde luego que para romanzas el Maestro Cascorro!.

- ¡Qué razón tiene usté! – aseveré ipso facto para no ser menos -. Y para pasodoble las Churumbelerías de Cebrián

 

¡Qué noche me dio el susodicho!. Varias veces estuve a punto de perder la compostura y dedicarle cualesquier burrada, pero a punto de explotar iluminaba mi memoria el recuerdo de la Señá Rita y me contenía, repitiéndome pa mis adentros......  ¡Pedrín, que tiés madre!.

 

La Noria - Septiembre 2003